miércoles, 7 de septiembre de 2011

La rebelión de las Estrellas de Lia Ester Rossi


La rebelión de las estrellas
 Lia Ester Rossi

Sucedió algo impredecible… En verdad aterrador para el mundo, que se desmoronó como un castillo de naipes derribado por un vendaval. Sólo se salvaron los niños poseedores de la inocencia y la ternura; en verdad los únicos que merecieron salvarse.
 La hecatombe fue más terrible que el Big Bang de hace quince mil millones de  años, que diera  origen al Universo poblado desde ese momento, de galaxias, estrellas, cometas y nebulosas que lo engalanaron con su belleza.
 Milenios más tarde los hombres con sus ciudades poblaron la Tierra mezclando sus diferentes culturas con la Madre Naturaleza avasallándola más de una vez con sus inventos.
 Les preocupaba desde siempre el milagro de lo creado y lo explicaron de maneras distintas, a veces contradictorias, contemplando, analizando, estudiando la bóveda celeste que los envolvía. Algunas civilizaciones creyeron que Zeus enamorado no siempre de las mismas diosas tachonando el cielo con las innumerables constelaciones, sus hijas, producto del amor o de la venganza. Allí estaban Calisto, Arcade, Hermes, Cástor, Pólux o las Nereidas, aunque los humanos con su mala costumbre de vulgarizarlo todo las apodaron Osas, Canes, Aguador, Jirafa, Cazador. Otros hombres de otras razas y épocas distantes habían atribuido la creación a un Dios único, omnipotente y eterno que siguiendo un orden perfecto fue capaz de hacer el Universo en siete días tomándose un descanso. Con el correr del tiempo las opiniones se dividieron dando lugar a religiones, filosofías y creencias que los enfrentaron.
 Lo cierto es que la humanidad crecía; la técnica y la investigación se perfeccionaron a tal punto que algunos mortales comenzaron a pensar si ellos podrían ser como el viejo y poderoso Zeus o mejor aún como el Dios imperecedero del cual se había hablado tanto. No todo había sido evolución y progreso entre los terráqueos, también habían sufrido castigos y calamidades, el diluvio, los incendios, las guerras, los terremotos, las enfermedades, la muerte.
 Muchas civilizaciones sucumbieron y otras nuevas sobrevivieron; algunas soportaron humillaciones indecibles, como los Minoicos tan progresistas, como los Fenicios sufriendo la captura de su Minotauro.
 También los Atlantes desaparecieron de la faz de la Tierra; las culturas se sucedían dando origen a la historia pero había ciertas constantes que minaban el corazón de los hombres: la ambición, el poder, el odio, el desenfreno y algo que llamaban gloria, aunque su logro les impidiera ver el sufrimiento de otros hombres padeciendo hambre o injusticias que los sumergía en la incredulidad y la desesperanza. El amor que da sentido a la vida, la amistad que infunde consuelo a las almas, la caridad que enaltece a los hombres y la fe “que mueve montañas” estaban desapareciendo de la Tierra.
  No recordaban lo que habían padecido sus ancestros: las plaga, el fuego, las inundaciones y aquella Crucifixión; eran solo anécdotas, no les importaban ciertas advertencias de los Dioses cualquiera  que ellos fueran: el placer, la degradación y la concupiscencia se iban apoderando de sus vidas pese a los avances del progreso.
 Afortunadamente los niños en su totalidad quedaron marginados: la inocencia, la ternura y la pureza que se refugiaron en sus espíritus los salvaron de la hecatombe.
 Algunos hombres pretendieron envilecerlos utilizando recursos casi incontrolables, por ellos inventados, como la televisión, las computadoras, los robots, y hasta la hipnosis colectiva que adormece la mente, endurece los corazones y estimula los bajos instintos con el deseo inconfesable de convertirlos en rebaños, inclinados hacia el mal como si Satanás hubiera regresado de las tinieblas.
  Fue entonces que los terráqueos comenzaron a pensar sádicamente en avasallar también el firmamento, y así lo hicieron. La bóveda celeste comenzó a temblar dentro de su natural mutabilidad: el Centauro, la Cruz del Sur, la Carena, la Magnífica Polar, las Pléyades, todas tenían un extraño presentimiento: pronto serían violadas mediante lo que los hombres llamaban el avance científico altamente pregonados por su propia estupidez.
  La pobre Luna tenía una cantidad de banderillas clavadas en su estructura: parecía un enorme queso con carteles de venta… Estaba triste y avergonzada por las humillaciones sufridas; Marte había enrojecido aún más de vergüenza, Saturno temblaba pensando si podía conservar sus hermosos anillos; la traviesa Venus estaba cada día más triste: lo mismo sucedía con todos los astros y planetas; ni siquiera el imponente Plutón podía recorrer su órbita tranquilo. ¡Y qué decir del malestar de las estrellas! Los cálculos científicos, cuyas distancias medían en años luz, las hacían vulnerables. ¡Cuántas humillaciones sufrieron! Los hombres las analizaban, las desnudaban impúdicamente con aparatos colosales para robarles tanto esplendor y belleza conservados durante miles de millones de años. Hasta el viejo Halley otrora imponente y arremetedor había sido cruelmente violado con sondas y cohetes que transformaron su espléndida cabellera en un penacho ridículo de lucecitas desparramadas en el cielo.
 Había que terminar con las violaciones y también acabar en una forma u otra con los habitantes de la Tierra; mejor aún con ella. Y comenzó la más universal de las rebeliones: la Gran Rebelión Sideral, para restaurar la armonía en el cosmos que la humanidad estaba destruyendo. Las estrellas hermanadas en el gran proyecto, espléndidas e imponentes comenzaron a comunicarse con destellos telepáticos que solo ellas conocían.
 Como en toda rebelión hubo un cobarde: el Ikeya-Seki, que amó a la Tierra cuando se acercó bastante rozándola en el horizonte, no quiso participar para destruirla y escapó hacia el otro lado del infinito.
  Nunca se supo quién dio la orden, ni si la hubo: fue casi una inspiración simultánea del Universo contra la pervertida Tierra, que voló en millones de pedazos incandecentes, cuya explosión se originó por los rayos enviados por las ofendidas estrellas en rebelión.
  Antes del desastre, la humanidad adormecida por los vicios, distraída en guerras sin sentidos, y absorta en su prodigiosa tecnología no se percató que la totalidad de sus niños mientras dormían fue transportada al Planeta de los Ideales en un camino de luz y atravesó órbitas, eclipses e inconmensurables distancias poniéndolos a salvo de la perversión. Por siempre siguieron siendo niños conservando su pureza, su ternura, y su inocencia; la alegría y el amor fueron una constante en sus vidas que duraron tanto como las estrellas que se rebelaron y los salvaron. Fueron felices para siempre amados y cuidados por los Ángeles del Dios Creador, las divinidades del Olimpo Pagano y los Espíritus sublimes de todas las religiones. De su memoria se borraron las malas experiencias vividas en una Tierra decadente cuyos moradores olvidaron su pequeñez ante la sublimidad de una noche estrellada o la espléndida aparición de un cometa.

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